viernes, 19 de octubre de 2007

Los intelectuales y la política (Mario Toer *, Página 12, 19 de octubre de 2007)

Entre quienes tienen posibilidades de contribuir a la producción de ideas, se han venido desarrollando, a grandes rasgos, cuatro maneras de posicionarse frente a las transformaciones que se están produciendo en América latina. Están los que siempre se alinean con la defensa del statu quo, que constituyen la postura dominante entre quienes tienen capacidad para definir la agenda de lo público. En el polo opuesto, pero como si los hubiesen inventado los primeros, se encuentran algunos cenáculos que se olvidan de las enseñanzas de la historia y repiten con asombrosa perseverancia e inalterable melancolía los discursos revolucionarios de un siglo atrás, generando confusión y desasosiego. Están también, por cierto, los que se han alineado decididamente con lo nuevo que ha venido despuntando, pero que no siempre llegan a constituir un sector decisivo. Y están los que han preferido ubicarse en las gradas de las plateas y, con un cierto paladar negro, evalúan a los protagonistas, destacando por lo general sus limitaciones y las distancias con lo que serían sus más íntimas aspiraciones.

En cada país se distribuyen de manera diversa, pero me interesa atender al caso argentino donde resulta evidente, por lo nutrida, la presencia del último sector. Hay razones históricas que contribuyen a que sea así. De una parte, el más consistente movimiento popular surgido hace medio siglo, lo hizo prescindiendo de buena parte de la intelectualidad progresista, en medio de la confusión que generaban los posicionamientos en torno del curso de la Segunda Guerra Mundial. Tuvo que transcurrir casi un cuarto de siglo para que esa fosa entre pueblo e intelectuales comenzase a cerrarse. Pero las apuestas de entonces no fructificaron. Y el 1º de mayo de 1974, en la Plaza de Mayo, se abrieron nuevas heridas.

La pasión democrática de 1983 se fue diluyendo, lejos de las ilusiones de un nuevo movimiento histórico. Después, el desconcierto fue ingente cuando el movimiento popular de Perón y Evita fue utilizado como cobertura para imponer el recetario neoliberal. Finalmente, la frustración fue mayúscula con la efímera y tergiversada Alianza.

No es sorprendente que en el ánimo de muchos estos desencuentros hayan hecho mella. Los curados por el espanto no tienen por qué ser pocos. Pero lo que viene sucediendo ahora aquí es algo que nos trasciende y tiene presencia en toda la región: en Brasil, Venezuela, Uruguay, Bolivia, Nicaragua y Ecuador, para nombrar a los más notables, con sus particularidades, según la relación de fuerzas en cada país. Es diferente a las encrucijadas de antaño. En nuestro caso, a diferencia de lo que nos ocurriera hasta ahora, no hay motivos para que las izquierdas que jalonaron el siglo XX, lo mejor del movimiento que forjó Perón, lo más auténtico del compromiso popular de los radicales y quienes intentaron forjar al Frepaso, no cierren filas en un proyecto compartido. Aunque no se tenga todo el libreto preparado, hay razones de fondo que contribuyen a que podamos reverdecer la esperanza. Por cierto que en el contexto de los tiempos que corren, en los que ya no se pueden imaginar revoluciones aisladas, ni presuntos socialismos que se van agregando desde diversos y remotos rincones de la periferia. Estamos en otro tiempo y, a diferencia de lo que ocurría en el siglo pasado, en nuestra región no son minorías precursoras las que se han puesto en movimiento sino que han despertado o reaccionado mayorías profundas.

Las dificultades y los interrogantes son ingentes, empezando por los márgenes para redistribuir riqueza que de buenas a primeras otorga la lógica de la economía globalizada, sin ceder flancos a la desestabilización. Probablemente haya que atender a la experiencia de los chinos, de los que no se puede decir que no hayan experimentado en su propia piel todas las alternativas imaginables, antes de utilizar las reglas de las artes marciales en la versión que ahora transitan. En cualquier caso, todo está para construirse y no hay garantías, salvo la certeza de que quienes quieren que nada cambie harán todo lo que esté a su alcance para desbaratar el intento. Ese es su papel.

Como nunca antes tenemos la posibilidad de aglutinarnos para poder realmente medir lo que somos capaces. Y no se trata de resignar el espíritu crítico. Bienvenido sea, siempre y cuando no nos confundamos en cuáles son realmente las expresiones de los que están decididamente enfrente, ni nos entusiasmemos con los microemprendimientos, que son ajenos a la trascendencia en la esfera de la política. Sin las enseñanzas de la historia, es normal que la espontaneidad haga perder de vista las distancias entre los deseos y lo que puede ser alcanzado. Perder de vista lo principal siempre facilita que cuele la provocación, la división y enseguida la derrota.

Podrá decirse: “¿Y si nos ensartamos, si esta gente arruga y se genera una nueva frustración?”. Quizá lo que no se entiende es que la pregunta está mal hecha. La resultante no sólo depende de “esta gente”, depende de toda la gente que se pueda juntar. Las transformaciones pendientes dependen de las espaldas del frente capaz de sustentarlas, capaz de bancarlas. En las calles, poniendo la anatomía, y en los foros, nutriendo argumentos. Sólo con mucha gente y muchas ideas se pueden generar transformaciones trascendentes. Y “esta gente”, a no dudarlo, ha abierto la puerta. Quizá ya sea hora de que dejemos las gradas y empecemos a bajar a la cancha.

* Profesor titular de Política Latinoamericana y Sociología (UBA).

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