viernes, 9 de noviembre de 2007

Aquel era nuestro cielo * (Ernesto Villanueva)

Entré en sociología en 1964, sin saber muy bien de qué se trataba, duda que mantengo hasta hoy. En esos años tuve como profesores o auxiliares docentes a Jorge Graciarena, Inés Izaguirre, José Luís Romero, Tulio Halperín Donghi, Ernesto Laclau, Miguel Murmis, para citar los más conocidos. Y en el primer cuatrimestre de 1965, en Estadística, los sábados a las 10 de la mañana, lo tuve como ayudante a Roberto Carri, que por supuesto venía semidormido al edificio de Florida 656 donde todavía recalaba parte de la carrera, y él se esforzaba por hablar de la mediana y el desvío estándar.

En lo personal fueron años de descubrimiento y de alegría. Descubrimiento de mundos intelectuales ignotos de los que más me sorprendía era su posibilidad de coexistir entre una clase y otra e incluso en un mismo profesor. Alegría por la búsqueda y por estar muy poco atados a nada. Más que posiciones teníamos preocupaciones. Esto es, la clave por aquel entonces era búsqueda, indagación, averiguación. Al menos esa era mi clave personal.

Me marcó mucho la discusión en 1965 en el departamento de sociología acerca del perfil deseado del sociólogo, donde Eliseo Verón, en una posición muy reaccionaria reservaba la posibilidad de estudiar a los ricos medianamente o muy inteligentes, discusión en la que se trasuntaba una crisis del esquema inicial de Germani, y donde el eje compromiso vs. Análisis comenzaba a tomar forma novedosa.

Luego, el golpe del 66 y las discusiones entre los profesores, varios de los cuales optaron por renunciar y otros por quedarse y pelear “adentro”, también fueron elementos que me marcaron ya no en lo referido al papel del sociólogo sino al rol de la universidad y su relación con la sociedad y el estado.

Eran años de efervescencia, de análisis crítico. Bastante militancia desde el punto de vista cuantitativo, mucho hincapié en el conocimiento. Recuerdo, por ejemplo, un folleto de una agrupación, FEN, que se despachaba contra el director de nuestra carrera, personero de la dictadura de Ongania. El folleto se llamaba el Anti-Brie, en imitación del famoso Anti-Düring y fue redactado íntegramente, creo, por uno de los que aquí está sentado, y aclaro que no fui yo. Pues bien, ese folleto tenía aproximadamente 40 páginas y, supongo que habrá sido una de las fuentes imprescindibles para la redacción de Historia crítica de la sociología argentina, cuyo compilador también está sentado en esta mesa.

Búsqueda, militancia, conocimiento. Esto es, relación estrecha entre actividad política y estudio, antisectarismo, profundización y crítica de la teoría disponible. Recordemos que eran años pregramscianos, era el momento de Franz Fanon, de Guevara, el Guevara de los incentivos morales en contra de los económicos, de Albert Memmi.

Y nosotros, “nosotros” aquí son los que nos embarcamos en esa búsqueda que fueron las cátedras nacionales, tuvimos nuestros propios caminos, nuestros propios descubrimientos y una honestidad intelectual que nos llevó por aquel entonces a cambios, a mutaciones rápidas, y no sólo una vez. Para quien quiera analizar esas transformaciones esta esa hermosa revista Antropología del Tercer Mundo, cuya posición política cambiaba casi en cada número.

¿Y cuáles eran los rasgos principales del grupo de las cátedras nacionales? En primer término, crítica teórica no sólo al funcionalismo, al esquema básico que consistía en pensar la historia como una transición necesaria entre sociedad tradicional y sociedad de masas, sino también al marxismo esclerosado del partido comunista. Era bienvenido todo lo heterodoxo. Hegel increíblemente, Trotsky, la influencia del estructuralismo, pero también Mariátegui y Haya de la Torre. Recordemos aquí la figura de Carlos Olmedo, filósofo y fundador de las FAR, Fuerzas Armadas Revolucionarias, uno de los intelectuales más brillantes de mi generación, recordemos aquí a Gunnar Olson, cuya originalidad de pensamiento todavía extrañamos muchos.

En segundo lugar, crítica histórica. El esquema tradición-modernidad no daba cuenta de nuestras sociedades. En todo caso, la llave era imperialismo-nación. Y ahí nos abrió la cabeza Gonzalo Cárdenas cuya primera clase en nuestra carrera fue contar la guerra de la triple alianza, esa infamia donde Mitre y el Imperio Brasilero arrasaron con la primera experiencia de capitalismo independiente en nuestro continente. Aquí contaban mucho Hernández Arregui, Puiggrós, Jorge Abelardo Ramos.

En tercer término, romanticismo al más puro estilo, esto es, confianza en las tradiciones populares, encuentro hacia el pueblo real, y, por ende, sospecha generalizada respecto de los intelectuales. Recordemos en nuestra defensa que era la época de Paulo Freire y de su pedagogía de la liberación. El pueblo sabía, a veces podía ocurrir que no supiera que sabía, y en esos casos el papel nuestro, el de los intelectuales, era lograr generalizaciones y abstracciones de ese saber práctico. Nos gustaba aquel Lukacs de ¿Qué es el marxismo ortodoxo? Nos hubiéramos enamorado de Edward P. Thompson, con su Lucha de clases sin clases, lástima que no lo conociera en aquel entonces, al menos yo.

En cuarto lugar, a pesar de nuestro gran interés por la historia económica y política de América Latina y de los pueblos del Tercer Mundo, escasa conciencia que nuestro proceso era simultáneo al que acaecía en otros lares, esto es, el hincapié en la especificidad de nuestra historia nos cegaba un tanto respecto de otros procesos contemporáneos y nos llevaba en algunos casos a descubrir la pólvora. De todos modos, había polémicas que creaban posturas enfrentadas con el cuchillo entre los dientes: ¿estábamos con Weffort o con Cardoso? ¿Con André Gunder Frank o con Rodolfo Puiggrós? Años después el trotsquista André G. Frank se escandalizaba en Ámsterdam cuando le contaba cómo su heterodoxia abonaba las posiciones de nuestro peronismo incipiente-

En quinto lugar, un planteo de la relación entre teoría y práctica, muy influido por Mao, por el Che, y por la última tesis sobre Feuerbach, planteo que invertía la frase de Lenin, afirmando de hecho que no puede haber teoría sin práctica revolucionaria. La actividad transformadora era la madre de la reflexión teórica. Las clases sociales dejaban de ser categorías abstractas pensadas por un filósofo alemán, para convertirse en movimientos vivos de las grandes masas y sus definiciones surgían de la lucha y no de elucubraciones surgidas de un autoproclamado partido revolucionario.

Fue así que amotinamos la carrera: se llegaron a producir asambleas con cientos de estudiantes donde luego de horas de discusión votábamos a favor o en contra de tal esquema teórico. El conocimiento era el correlato necesario de la actividad militante; el estudio para la materia era apenas una parte de nuestros estudios, al lado de cada autor fijábamos posición en pro o en contra, recurríamos a fuentes que en ocasiones habían sido estigmatizadas por la academia, tal el caso de Jauretche. La aventura intelectual no se justificaba sin la actividad comprometida.

Luego, y muy rápidamente, este proceso interno engarzó con lo que acontecía en el país. Se hablaba en aquel entonces de la nacionalización de las clases medias. Estas, proscriptas por Ongania desde 1966, descubrían que los trabajadores sufrían igual proceso desde 1955. Y grupos como Praxis, la izquierda revolucionaria, el partido revolucionario de la izquierda nacional, el Partido Socialista de Vanguardia y otros, se fueron volcando -sucesivamente para nosotros, muy simultáneamente en perspectiva histórica-, a engrosar y en muchos casos a crear las estructuras peronistas en su versión más revolucionaria. Por supuesto, también la izquierda, al tener esa sangría, también se transformó, el partido comunista se achicó y grupos como el partido revolucionario de los trabajadores, o el partido comunista revolucionario crecieron con una celeridad inesperada.

Fueron años de avance popular, de insurrecciones, cordobazo, rosariazo, etc., de acciones armadas, de huelgas generales, de elecciones sin proscripciones. Y, retrospectivamente, diría que la saga de las cátedras nacionales tendía a diluirse ya hacia 1972 en ese gran magma de la Argentina de entonces. Y con ello, y en defensa de esas queridas cátedras, quiero afirmar que las críticas sesgadas de Verón, de Delich, incluso del mismo Murmis, tienden a ignorar que se trató de un proceso que tuvo apenas 4 ó 5 años, llevado adelante en general por muy jóvenes sociólogos cuyos caminos rápidamente tomaron obligaciones más urgentes. Desde el punto de vista de la producción escrita concreta se hizo poco, hicimos poco. Sin embargo, su influencia, casi convertida en un mito, subsiste hasta hoy. Quizá porque fuimos lo otro del sistema, porque mostramos la posibilidad de una reflexión sin ataduras, de una búsqueda política y cultural sin corporativismos.

Fue así que en 1973, las concepciones universitarias que se discutían en el seno de las cátedras nacionales irrumpieron con fuerza en la orientación de las autoridades universitarias de entonces en todas las universidades argentinas:

- La necesidad de una formación histórica general para todos los estudiantes se plasmaba en cátedras con esta problemática para todas las carreras,
- la necesidad de poner el conocimiento al servicio del pueblo se expresaba en modificaciones curriculares que exigían, por ejemplo, que los estudiantes de medicina desarrollaran actividades entre sectores populares, al igual que los que estaban en otras carreras, realizaban prácticas donde se combinaba el conocimiento incipiente y el compromiso social, alejándonos de la formación puramente libresca.
- la politización se expresaba en asambleas donde las autoridades daban cuenta de sus actividades a toda la comunidad universitaria.

En el plano de la anécdota pequeña, les diré que éramos tantos los docentes y sociólogos inmersos en el proceso político de 1973 que tuvimos muchas dificultades para lograr que alguien se hiciera cargo de la carrera y después de varios topetazos, paradójicamente debimos recurrir a alguien que no había egresado de la UBA. Rápidamente se llevó adelante una reforma curricular que expresaba nuestras posiciones. Esos planes de estudio están en los archivos de la Facultad y para quien le interese es agradable consultarlos a fin de verificar con más profanidad nuestras concepciones de aquel entonces. E incluso hacer un estudio al respecto pues no conozco ninguno que los tome como núcleo temático. Más en general, la universidad del 73-74 es todavía un objeto de estudio sobre el que se debe avanzar más pues su existencia rompe los mitos del reformismo tradicional y de un peronismo sin propuestas.

Ya hablé demasiado, quizá quiero dejar una sola conclusión: no nos planteábamos el cielo por asalto, aquel era nuestro cielo y todavía hoy lo añoramos.


* Exposición de Ernesto Villanueva en el Panel: El cielo por asalto. La sociología en los 60 y 70. realizado el día 6 de noviembre de 2007 en el marco de las VII Jornadas de Sociología

1 comentario:

Anónimo dijo...

muy buena la nota. hay q formar un equipo de trabajo para pedir los programas de esos años