El rol de las ideologías (1) es central en los procesos de transformación socioeconómica y en la formación de los intelectuales. Debemos situarnos en este marco para estudiar la conformación de la intelectualidad de izquierda revolucionaria a fines de los años ´60 y principios de los ´70 en Argentina, como también, para razonar críticamente en torno al viraje hacia posiciones neoliberales en el campo de la política y de la economía de los intelectuales de La Ciudad Futura, autoproclamados de izquierda y que lograron mantener esta identidad en el campo intelectual argentino hasta la actualidad, reproduciendo el divorcio entre práctica intelectual y acción política real. Esta cuestión forma parte de la enorme victoria en todos los frentes de la contraofensiva neoliberal. Que figuras tales como, por ejemplo, Juan Carlos Portantiero o José Aricó se autoproclamen entrada la década del ´80 como pertenecientes a la izquierda intelectual y, lo que es realmente preocupante, sean identificadas en los circuitos académicos y de producción intelectual como pertenecientes a esta tradición, conlleva a pensar el tamaño de la derrota ideológica instaurada tras la última dictadura militar y el peso de la hegemonía neoliberal vigente. Y no se trata aquí de sujetos cuyo pasado político obnubile el cambio radical de posición política posterior, esto es, por ejemplo, de figuras con escasa visibilización y repercusión en el campo intelectual de las décadas del ´80 y del ´90, que puedan quedar analogadas a sus posiciones políticas previas. Por el contrario, estos intelectuales fueron activos militantes de posiciones acatadoras y administradoras del orden y consiguieron máxima visibilidad en los circuitos académicos y de circulación intelectual hegemónicos, como veremos posteriormente desde las páginas de La Ciudad Futura y desde otros ámbitos de circulación intelectual.
Si observamos la inserción de su discurso durante los ´90, en muchos casos, advertimos que sostuvieron una posición que negaba en la práctica cualquier forma concreta de militancia partidaria crítica de la dependencia y si además, observamos la inserción concreta de su discurso en el proceso de transformaciones neoliberales, su planteo alcanzó meramente la formulación de una vaga agenda progresista. Las posiciones que adoptaron algunos de estos intelectuales en este período, hubieran sido impensables décadas atrás en los ámbitos de la “nueva izquierda” a la que pertenecían. Creemos que la posibilidad de este viraje fue operable principalmente, por el quiebre cultural y social desarrollado inicialmente por el terrorismo de Estado desde 1976 y perpetuado durante los regímenes democráticos posteriores.
Es claro que las condiciones de la intervención intelectual variaron después de la derrota política acontecida tras la dictadura de 1976. Esto es, creemos que no resulta suficiente el argumento de la “traición” sino que es preciso, examinar como factor determinante la mutación radical acontecida en nuestro país y en el mundo que repercutió en las posibilidades de intervención de los intelectuales respecto a la realidad circundante. A la inversa, vale la pena anotar las opiniones vertidas por estos intelectuales sobre la militancia política argentina de décadas anteriores. Estas prácticas, en muchos casos, fueron caratuladas como un resultante catastrófico de la política y la cultura nacional: serían intelectuales “canibalizados” por la política, en un campo intelectual que cedió sus preciados límites a la política. Beatriz Sarlo, colaboradora de La Ciudad Futura, expondrá desde las páginas de la revista Punto de Vista: “(…) Los intelectuales que, al comienzo de los años sesenta, desarrollaron los temas de “nueva lectura del peronismo” estaban movilizados por la idea de que si la política de izquierda debía cambiar en Argentina, ese cambio se produciría por la relación entre nueva política y nuevos discursos. Esto quería decir que la dimensión propiamente intelectual de su actividad podía funcionalizarse a la dimensión propiamente política (…) “funcionalizar” supone una adecuación del discurso y la problemática; pero en esta adecuación estaba implícita la posibilidad de que el discurso de los intelectuales fuera canibalizado por el discurso político. Esta posibilidad fue la que, finalmente y ya avanzada la década del setenta, terminó realizándose. El discurso de los intelectuales pasó de ser diferente al de la política, aunque se emitiera en función política o para intervenir en su debate, a ser la duplicación, muchas veces degradada (porque violaba sus propias leyes) del discurso y la práctica política. De la etapa crítica (…) habíamos pasado al período del servilismo, sea cual fuere el amo (partido, líder carismático, representación de lo popular o lo obrero) que nos convertía en siervos.” (2)
Argumentos como los esgrimidos por Sarlo se sucederán recurrentemente a través de la pluma de varias figuras de La Ciudad Futura. Esto es, el diagnóstico no partirá del supuesto de que existió una atroz dictadura y un avance conservador a nivel mundial: en realidad, aquellos intelectuales que durante dos décadas estuvieron implicados en un proceso de cambio radical de la sociedad, que partía de un movimiento de masas que obviamente los excedía y del que comenzaron a formar parte activamente, se habrían equivocado en bloque, habrían sido súbditos sin capacidad crítica.
Por otro lado, es interesante resaltar que las consecuencias de la gran debacle neoliberal no las vivió gran parte de esta intelectualidad beneficiada desde la ocupación de espacios institucionales o, al menos, con mayores posibilidades de marchar al exilio, sino la sociedad en bloque. De hecho y en relación a la construcción de cierto recorte de la historia reciente, clausurada la dictadura y abierto el proceso de apertura democrática, es lícito reflexionar en torno a cuáles fueron las causas que dieron lugar a cierta cristalización de presupuestos a través de la cual se suele analogar en el imaginario social de la clase media la figura del desaparecido a la del intelectual y no a la del obrero o trabajador en general, cuyo porcentaje sobrepasa abruptamente en los distintos ámbitos de militancia el número de desapariciones y muertes, teniendo en cuenta el gran desarrollo organizativo de los sectores trabajadores en este período. (3) La herencia semántica de la Dictadura -que no fue “Proceso” ni “Dictadura militar” en términos de unas Fuerzas Armadas díscolas que tomaron el poder sin encarnar intereses concretos de sectores dominantes-, cristalizó profundamente en el imaginario social, a través de discursos y textos institucionales. Piénsese, en el tipo de historia que narran los textos escolares preparados por el Ministerio de Educación y en el tipo de interpretación que fija el Estado en la narración de la memoria colectiva. El recorte selectivo que se lleva a cabo en torno a la figura del “desaparecido” en el ámbito de la opinión pública, suele ser analogable a figuras tales como las de Haroldo Conti, Rodolfo Walsh y en menor medida, Francisco Urondo. Que se circunscriba al terreno específico de la producción cultural o de las figuras ligadas al campo intelectual y artístico, la inmensa lista de perseguidos, desaparecidos y muertos, cuando más del 50 % de las desapariciones en Argentina, entre 1976 y 1983, corresponden al movimiento obrero es bastante llamativo. Por supuesto, que en esta selección tendenciosa, la desaparición de figuras como los mencionados Walsh y Conti, se explica como consecuencia de su práctica artística específica y no de su militancia política concreta: Walsh fue orgánico a Montoneros y Conti al PRT (Partido Revolucionario de los Trabajadores). El vaciamiento de la materialidad de la memoria social fue una de las grandes victorias del terrorismo de Estado.
En el arco de funciones de los intelectuales durante las décadas del ´60 y ´70 encontramos posiciones que van desde la criticidad -el intelectual como conciencia crítica de la sociedad- hasta la radicalización política y la asunción de tareas y posiciones revolucionarias, que corre pareja a la cuestión de la organicidad sea a un partido o a un movimiento político específico. El sentido del rol que debía jugar el campo intelectual de estas décadas se debatía en gran medida entre esas dos posturas. Era impensable que los intelectuales se definan escindidos de algún tipo de responsabilidad respecto a la sociedad de la que formaban parte. Portavoces de los desposeídos, voz de los que no tenían voz, conciencias críticas de la sociedad: la criticidad o la organicidad no eran posturas que podían asumirse o no asumirse tal como resulta la vara de toque para las generaciones que nos incorporamos en la vida intelectual y política entrada la década del ´90, donde el intelectual orgánico o crítico de la dependencia y de las medidas del gran capital suele ser tildado con el mote de “arcaico” o “setentista”. Intervenir en los debates políticos o en la cosa pública suele estar matizado con signos peyorativos, en la medida en que esa sería una tarea de “políticos” en sentido estricto, de profesionales de la actividad.
Lo que se llamó “radicalización” (4) entrada la década de 1970 y que supuso el pasaje a la “acción concreta” de múltiples intelectuales, se tradujo las más de las veces, en organicidad y especialización de tareas y en otras, en abandono de la tarea intelectual específica para pasar a contribuir en otras labores inmediatas para la coyuntura política, fue para los intelectuales de La Ciudad Futura una forma de abandono del ideal crítico. A modo ilustrativo, en el Nº 35 (verano 1992-1993) la revista organiza una mesa redonda centrada en el debate sobre los años ´70, donde participan hijos de militantes de aquel período. Ilustrativas de las opiniones vertidas frente a una suerte de pregunta disparadora de la revista (“Ustedes sufrieron las consecuencias de una actividad que desarrollaron sus padres en la década del 60. Estas fueron duras: el exilio, la muerte de algunos, las idas y vueltas, la cárcel, la separación con sus padres. A partir de esto ¿qué opinión tienen del compromiso que ellos asumieron?”), respecto al nuevo paradigma de compromiso intelectual, son las palabras de uno de los partícipes, Pablo Semán, una de las nuevas figuras jóvenes que se incorporan a la revista en los ´90: “(…) Entre los que estamos hoy acá, hay una vocación de intervención pública que entre la academia y la política recoge una parte de lo que produjo esa generación. Sobre todo en los setentas, años en los cuales las fronteras entre estos dos ámbitos eran borrosas, y permitían cierta polifuncionalidad. Y digo una parte, porque hacia los setenta la academia se desdibujó en beneficio de El Partido (el de cada uno) y El Partido en beneficio de la Organización. (…) Entre estos dos momentos las pasiones cambiaron de cualidad, y yo prefiero la primera parte. Si se plantea que el primer momento lleva inexorablemente al segundo yo digo que no.” (5)
Esta suerte de negación de la intervención política de los intelectuales que refrendan también, las palabras de Sarlo citadas previamente, será una nota distintiva de la revista, encarnada en figuras de la generación del ´70 y en las nuevas generaciones que participan en el proyecto editorial. La reivindicación de la vocación intervencionista en los límites de lo académico, esto es, de la institución de formación y reproducción del saber (la universidad, en este caso) como “isla” desgajada de las necesidades de las mayoría sociales se consolidó como un modelo que pervive al día de hoy.
Ahora bien, en una coyuntura donde la tarea política concreta e inmediata se tornaba imperativa, como se torna también en la actualidad, lo era y lo es para todos los sujetos implicados en un movimiento de cambio, sin distinción de roles sociales específicos. La radicalización de los intelectuales se inscribió, además, en la crisis generalizada de los valores y de las instituciones tradicionales de la política: de la democracia parlamentaria, de los partidos políticos y de los criterios clásicos de la “representación” política en un país donde a partir de 1930, los golpes de Estado y la violencia militar marcarían los ritmos políticos de la vida nacional. La creencia generalizada en este período, y sobre todo tras el derrocamiento de Juan Domingo Perón en el año 1955, de que en una democracia de proscripciones la única forma de hacer política era la que daban las propias estructuras -a la violencia estatal se responde con violencia popular- se dio fundamentalmente porque no se podía ejercer la democracia parlamentaria. Esto es, la radicalización de los intelectuales como asimismo la radicalización de vastas franjas de sectores populares fue producto de la violencia de los sectores reaccionarios. Es ilustrativo pensar que entre 1945- 1955 no existió ninguna organización armada, exceptuando la vinculación de, por ejemplo, el PS y la UCR a acciones terroristas desplegadas conjuntamente con sectores de la oligarquía local.
Creemos que es fundamental señalar aquí esta cuestión, en la medida en que la historiografía acerca del proceso de radicalización del campo intelectual del período suele marcar como eje fundante y causal de la misma la influencia que tuvo en Argentina el fenómeno de la Revolución Cubana. Ésta tuvo un influjo importante en la izquierda y en los sectores juveniles universitarios más que en el peronismo y fue central en la formulación de propuestas revolucionarias en personajes de cuño peronista tales como John William Cooke pero, lo que resultó la piedra de toque de la crítica radical al sistema político y al modelo social vigente fue la proscripción del mayor partido de masas de la historia argentina, el peronismo, y la violencia ejercida a través del bombardeo a la Plaza en 1955, las persecuciones y las muertes de militantes populares. Incluso, algunas acciones armadas del período de la Resistencia son previas a la experiencia cubana. Los sectores populares sí creían en el mecanismo electoral y las cifras electorales sin proscripciones del período lo confirman. Fueron los sectores que impusieron la proscripción los que no creían en el valor del voto y de la democracia parlamentaria. La radicalización no estaba en la cabeza de los intelectuales meramente por la influencia de revoluciones en otras latitudes sino, que fue un proceso de mutación social al que llevó la práctica misma de la dinámica política nacional.
Entonces, que el modelo de intelectual propiciado por el colectivo nucleado en torno a La Ciudad Futura haya podido instaurarse tan poderosamente en el imaginario social y en las diversas instituciones y usinas ideológicas como paradigma de accionar legítimo, se vincula al mencionado contexto experimentado en nuestro país y en el mundo. Tiene su correlato nacional en términos políticos, económicos, sociales y culturales específicos tras el golpe de Estado de 1976 que instaura un modelo de dominación que hace trizas el antiguo modelo caracterizado por su estructuración en torno a un país con una industria nacional mercado internista, con un Estado de bienestar regulador con competencias amplias y por una economía de pleno empleo con salarios altos producto de la acción y la organización del movimiento obrero en sindicatos, como asimismo respecto a los proyectos de cambio radical de la sociedad propiciados por las organizaciones revolucionarias peronistas y no peronistas.
Notas:
(1) En su visión negativa, las ideologías operan de manera inconsciente como estructuras de significado y son parte constitutiva de la manera de ver, interpretar y actuar de los sujetos que producen y reproducen modelos de relaciones sociales de las que no pueden, en muchos casos, dar cuenta en el plano de lo consciente. En su visión positiva, las ideologías o lo “ideológico” supone el posicionamiento político de los sujetos frente a los otros y al modelo social.
(2) Sarlo, Beatriz, “Intelectuales: ¿escisión o mimesis?”, en Punto de Vista, Nº 25, Buenos Aires, diciembre de 1985, pp. 1-6.
(3) Una fuente de datos acerca de los índices y las características de las desapariciones en nuestro país se encuentra en Verbitsky, H. Rodolfo Walsh y la prensa clandestina, Ediciones de la Urraca, Buenos Aires, 1985, p. 45.
(4) Este concepto, muy utilizado para caracterizar las transformaciones acaecidas en la intelectualidad del período, merece una aclaración por su parcialidad. Podríamos preguntarnos de qué se trataba la cuestión de “ser radical” en un país que experimentó una dictadura -con breves intervalos- desde 1955 hasta 1983. ¿Se trataba de resistir a las proscripciones, a los fusilamientos de José León Suárez, al Decreto Nº 4161? ¿O acaso al cierre de partidos y sindicatos, al plan Conintes, a la Doctrina de Seguridad Nacional, al Plan Cóndor? ¿Radicales no fueron acaso la UCR y el PS que apoyaron el golpe de 1955 y los bombardeos? ¿La represión del Conintes? ¿El plan de Martínez de Hoz, las privatizadas y su aparato represivo policial? En Argentina todo preso por robar por hambre o marginalidad es preso “político” y “radicales” son los liberales que matan de hambre y reprimen, no únicamente los guerrilleros.
(5) “Hijos de los Setentas”, La Ciudad Futura, Nº 35 (verano 1992-1993). Mesa redonda coordinada por Lucrecia Teixidó y Sergio Bufano. Participan de la misma, Julián Gadano, Marcelo Leirás, Ernesto y Pablo Semán y Karina Terán. Los hermanos Semán serán parte de las nuevas generaciones intelectuales de la revista en los ´90. pp. 8-10.
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