La Universidad tiene su “historia oficial”. Como por demasiado años ha sido hegemonizada por un progresismo gorila, esa historia oficial nos habla de una época oscura entre 1946 y 1955, ignorando que nuestro último premio Nobel se formó en aquellos años; y de una década dorada, la del 55 al 66, científica y democrática, olvidando que formaba parte de un esquema fuertemente represivo. Con ese diseño de análisis resulta muy engorroso mencionar la experiencia que se da entre 1973 y 1974, 16 meses en los que se llevó adelante un intento revolucionario de transformación.
A la llegada de Cámpora, se designan autoridades universitarias de un signo diferente tanto a las del 46 cuanto a las del 55. En la Universidad de Buenos Aires, asume Rodolfo Puiggrós, historiador, intelectual, peronista, de concepción teórica marxista, y sobre todo militante. Con él acceden al gobierno una camada de jóvenes docentes imbuidos de una concepción muy acabada de la función que debía cumplir la universidad acompañando las luchas populares.
Esa concepción había tenido su origen en las denominadas cátedras nacionales que surgieron en los últimos años de la dictadura de Lanusse tanto en sociología como en arquitectura.
Esa visión tenía tres grandes ejes. Por un lado, una crítica profunda de qué se estudiaba en las universidades. Esto es, se planteaba por aquel entonces que el conocimiento impartido en las casas de altos estudios debía ser aquel que necesitara nuestro país y nuestro pueblo, que no existía una búsqueda de la verdad absoluta, que el desarrollo de la ciencia estaba atado a intereses concretos y que nosotros debíamos privilegiar los de Argentina y los argentinos. Era una pregunta, pues, por el qué estudiar.
En segundo término, se planteaba que la universidad tenía un contenido elitista, que no condecía con la expansión educativa que había alcanzado Argentina hacia los sesenta y que, por ende, la enseñanza superior debía abrirse de modo tal de incrementar exponencialmente el número de alumnos. Por consiguiente, resultaba imprescindible disponer de un sistema de ingreso que no obturara las posibilidades de estudio para la juventud. Era una pregunta, pues, por quiénes debían estudiar.
En tercer término, se cuestionaba la metodología libresca de adquirir conocimiento. Estábamos muy influidos por el pedagogo brasileño Paulo Freire, quien propugnaba una primacía de la práctica en la adquisición de conocimiento. Era una pregunta, pues, sobre cómo estudiar.
Decíamos que la universidad debía estar al servicio del pueblo. De ahí la idea que nuestra universidad debía llamarse Universidad Nacional y Popular de Buenos Aires. Y esa consigna, y aquellas visiones sobre qué, quiénes y cómo estudiar tratamos de llevarlas a la práctica en el marco de un medio muy conservador y jerarquizado como era (y es) la universidad.
En menos de un año, llevamos adelante reformas curriculares de casi todas las carreras que por entonces se dictaban con el ánimo que los conocimientos generales (historia argentina, estructura social de nuestro país) no fuera monopolio de los que se especializarían en el futuro en las ciencias sociales sino de todos lo que pasaran por la Universidad, con el ánimo de que esos conocimientos se aplicaran sobre todo a favor de los sectores más humildes.
En menos de un año, pues, establecimos apoyos jurídicos gratuitos a cargo de docentes jóvenes y de estudiantes de los últimos años en diversas partes de Capital y del Gran Buenos Aires, establecimos asistencia sanitaria preventiva en muchas villas, conformamos estructuras de apoyo a las pequeñas empresas desde el punto de vista contable y administrativo.
En menos de un año, llevamos adelante una fábrica de genéricos para cubrir las necesidades de los hospitales universitarios y de los que se asociaban a ellos.
Se modificó la estructura feudal de cátedra por sistemas más interactivos de relación docente alumno, se planteó la necesidad de sistemas de evaluación alternativos a los que se usaban tradicionalmente, con las bolillas, estar en capilla y toda una parafernalia reaccionaria que todavía hoy algunos añoran.
Por supuesto, se estableció el ingreso irrestricto con los problemas consiguientes de recursos que ello significó. En fin, se movilizaron las voluntades, la solidaridad, el compromiso de modo tal que la universidad dejara de ser el coto cerrado de los oligarcas de aquel entonces.
Demás está decir que aquella experiencia fue parcial, no sólo por lo corta en el tiempo sino que se dio en el marco de una crisis, que nosotros creíamos revolucionaria y que pronto se reveló como de hegemonía, esto es, de recomposición de los sectores dominantes.
De aquellos años nos quedan aquellas preguntas: qué, quiénes, cómo, que en cada período histórico requieren respuestas diferentes. Pero, sobre todo, nos queda un compromiso: la universidad se justifica sí en la creación de conocimiento, en su difusión, en la innovación y la investigación, pero todo ello debe estar al servicio de lo nacional y lo popular.
A la llegada de Cámpora, se designan autoridades universitarias de un signo diferente tanto a las del 46 cuanto a las del 55. En la Universidad de Buenos Aires, asume Rodolfo Puiggrós, historiador, intelectual, peronista, de concepción teórica marxista, y sobre todo militante. Con él acceden al gobierno una camada de jóvenes docentes imbuidos de una concepción muy acabada de la función que debía cumplir la universidad acompañando las luchas populares.
Esa concepción había tenido su origen en las denominadas cátedras nacionales que surgieron en los últimos años de la dictadura de Lanusse tanto en sociología como en arquitectura.
Esa visión tenía tres grandes ejes. Por un lado, una crítica profunda de qué se estudiaba en las universidades. Esto es, se planteaba por aquel entonces que el conocimiento impartido en las casas de altos estudios debía ser aquel que necesitara nuestro país y nuestro pueblo, que no existía una búsqueda de la verdad absoluta, que el desarrollo de la ciencia estaba atado a intereses concretos y que nosotros debíamos privilegiar los de Argentina y los argentinos. Era una pregunta, pues, por el qué estudiar.
En segundo término, se planteaba que la universidad tenía un contenido elitista, que no condecía con la expansión educativa que había alcanzado Argentina hacia los sesenta y que, por ende, la enseñanza superior debía abrirse de modo tal de incrementar exponencialmente el número de alumnos. Por consiguiente, resultaba imprescindible disponer de un sistema de ingreso que no obturara las posibilidades de estudio para la juventud. Era una pregunta, pues, por quiénes debían estudiar.
En tercer término, se cuestionaba la metodología libresca de adquirir conocimiento. Estábamos muy influidos por el pedagogo brasileño Paulo Freire, quien propugnaba una primacía de la práctica en la adquisición de conocimiento. Era una pregunta, pues, sobre cómo estudiar.
Decíamos que la universidad debía estar al servicio del pueblo. De ahí la idea que nuestra universidad debía llamarse Universidad Nacional y Popular de Buenos Aires. Y esa consigna, y aquellas visiones sobre qué, quiénes y cómo estudiar tratamos de llevarlas a la práctica en el marco de un medio muy conservador y jerarquizado como era (y es) la universidad.
En menos de un año, llevamos adelante reformas curriculares de casi todas las carreras que por entonces se dictaban con el ánimo que los conocimientos generales (historia argentina, estructura social de nuestro país) no fuera monopolio de los que se especializarían en el futuro en las ciencias sociales sino de todos lo que pasaran por la Universidad, con el ánimo de que esos conocimientos se aplicaran sobre todo a favor de los sectores más humildes.
En menos de un año, pues, establecimos apoyos jurídicos gratuitos a cargo de docentes jóvenes y de estudiantes de los últimos años en diversas partes de Capital y del Gran Buenos Aires, establecimos asistencia sanitaria preventiva en muchas villas, conformamos estructuras de apoyo a las pequeñas empresas desde el punto de vista contable y administrativo.
En menos de un año, llevamos adelante una fábrica de genéricos para cubrir las necesidades de los hospitales universitarios y de los que se asociaban a ellos.
Se modificó la estructura feudal de cátedra por sistemas más interactivos de relación docente alumno, se planteó la necesidad de sistemas de evaluación alternativos a los que se usaban tradicionalmente, con las bolillas, estar en capilla y toda una parafernalia reaccionaria que todavía hoy algunos añoran.
Por supuesto, se estableció el ingreso irrestricto con los problemas consiguientes de recursos que ello significó. En fin, se movilizaron las voluntades, la solidaridad, el compromiso de modo tal que la universidad dejara de ser el coto cerrado de los oligarcas de aquel entonces.
Demás está decir que aquella experiencia fue parcial, no sólo por lo corta en el tiempo sino que se dio en el marco de una crisis, que nosotros creíamos revolucionaria y que pronto se reveló como de hegemonía, esto es, de recomposición de los sectores dominantes.
De aquellos años nos quedan aquellas preguntas: qué, quiénes, cómo, que en cada período histórico requieren respuestas diferentes. Pero, sobre todo, nos queda un compromiso: la universidad se justifica sí en la creación de conocimiento, en su difusión, en la innovación y la investigación, pero todo ello debe estar al servicio de lo nacional y lo popular.
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