En estos meses estamos observando sucesos recurrentes en varias universidades nacionales. Un sector del movimiento estudiantil impide la reunión de los órganos de gobierno de las universidades de Comahue, Buenos Aires, La Plata y Rosario.
Se trata de tácticas para situaciones excepcionales pero tienen el riesgo de que si se convierten en hechos comunes directamente ponen en cuestión las propias estructuras políticas de las instituciones de educación superior. Y es ello lo que hoy está en cuestión: la legitimidad de las autoridades universitarias. ¿Cuál es el grado de representatividad de nuestros representantes?
Si no hubiera dudas al respecto, los órganos de gobierno deberían reaccionar fuertemente haciéndose cargo que representan a la comunidad universitaria, que impedir su funcionamiento es impedir la democracia universitaria y, por ende, imponer sanciones para los boicoteadores.
Pero ello no ocurre. En un caso, hubo que trasladarse el Congreso de la Nación, en otro a una granja en medio de la Provincia de Buenos Aires, etc. Esto es, los propios representantes están afirmando que su representación está en crisis, que la universidad sigue funcionando casi sin ellos y que conforman una capa, una casta, una clase política más preocupada por su subsistencia que por llevar adelante una política que transforme nuestras universidades (que pagamos todos) en un sentido nacional y popular, que redefina prioridades, que dé respuesta a la creciente demanda de estudios, que busque mecanismos para elevar la calidad y cantidad de nuestros egresados.
A mi juicio, y entre otras cosas, está en juego tanto el sistema electoral actual como el propio sistema de gobierno. El sistema electoral indirecto privilegia las componendas de cúpulas y dificulta que la propia comunidad universitaria sepa qué está votando. Obviamente un sistema directo con voto ponderado haría más transparente los mecanismos electorales y dificultaría que los “intermediarios”, que no son otra cosa que una oligarquía universitaria, se repartan los cargos como botín en un festival lastimoso. Más aún, ayudaría a recrear un sistema político universitario que hoy está cruzado por las peores costumbres punteriles y clientelísticos que se pueda imaginar.
Si nos preguntamos porque la escasa participación estudiantil en un debate sobre la universidad que queremos, la respuesta ha de buscársela por el lado de que los canales no sean simplemente verbales sino que permitan que esas voces puedan llegar efectivamente al plano de las decisiones. Y la transformación del sistema electoral es un prerrequisito para ello.
Se trata de tácticas para situaciones excepcionales pero tienen el riesgo de que si se convierten en hechos comunes directamente ponen en cuestión las propias estructuras políticas de las instituciones de educación superior. Y es ello lo que hoy está en cuestión: la legitimidad de las autoridades universitarias. ¿Cuál es el grado de representatividad de nuestros representantes?
Si no hubiera dudas al respecto, los órganos de gobierno deberían reaccionar fuertemente haciéndose cargo que representan a la comunidad universitaria, que impedir su funcionamiento es impedir la democracia universitaria y, por ende, imponer sanciones para los boicoteadores.
Pero ello no ocurre. En un caso, hubo que trasladarse el Congreso de la Nación, en otro a una granja en medio de la Provincia de Buenos Aires, etc. Esto es, los propios representantes están afirmando que su representación está en crisis, que la universidad sigue funcionando casi sin ellos y que conforman una capa, una casta, una clase política más preocupada por su subsistencia que por llevar adelante una política que transforme nuestras universidades (que pagamos todos) en un sentido nacional y popular, que redefina prioridades, que dé respuesta a la creciente demanda de estudios, que busque mecanismos para elevar la calidad y cantidad de nuestros egresados.
A mi juicio, y entre otras cosas, está en juego tanto el sistema electoral actual como el propio sistema de gobierno. El sistema electoral indirecto privilegia las componendas de cúpulas y dificulta que la propia comunidad universitaria sepa qué está votando. Obviamente un sistema directo con voto ponderado haría más transparente los mecanismos electorales y dificultaría que los “intermediarios”, que no son otra cosa que una oligarquía universitaria, se repartan los cargos como botín en un festival lastimoso. Más aún, ayudaría a recrear un sistema político universitario que hoy está cruzado por las peores costumbres punteriles y clientelísticos que se pueda imaginar.
Si nos preguntamos porque la escasa participación estudiantil en un debate sobre la universidad que queremos, la respuesta ha de buscársela por el lado de que los canales no sean simplemente verbales sino que permitan que esas voces puedan llegar efectivamente al plano de las decisiones. Y la transformación del sistema electoral es un prerrequisito para ello.
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